29 marzo 2018

Los Presupuestos Generales 2018 y la estrategia fiscal equivocada


Las cuentas dadas a conocer por el Gobierno, esta semana,  confirman nuestros peores pronósticos: la estrategia de la derecha española (la antigua y la nueva) es continuar debilitando el Estado del Bienestar. Como socialistas, no podemos dejar de reivindicar que una de las grandes funciones de las finanzas públicas, y en particular de los Presupuestos Generales del Estado(PGE), es la redistribución de la renta y de la riqueza que genera el país. En un contexto económico y tecnológico en el que la desigualdad no es un fenómeno transitorio, y en que la  inseguridad sobre el futuro se ha apoderado de las rentas medias, se necesita poner en el corazón de la política económica la lucha contra la desigualdad para dar seguridad a la mayoría. Y  es que el reparto del crecimiento económico vuelve a ser tremendamente relevante para la sociedad. 

En consecuencia, el Estado del bienestar se hace más necesario que nunca, sin embargo, el Gobierno quiere ir reduciéndolo  hasta situar el gasto público español en el 38% del PIB, justo el peso que tienen los ingresos públicos en la renta, uno de los más bajos de la Unión Europea, desde hace muchos años en el PSOE a esa aspiración le llamamos  "la sociedad del 38%".

Me explico. La progresiva reducción del Estado del bienestar se produce con el  socavamiento  progresivo de los impuestos directos (IRPF,  Impuesto de Patrimonio, Impuesto de Sucesiones e Impuesto de Sociedades), que se ve compensado con el incremento en el peso del PIB de la tributación indirecta y el menor peso del gasto social. 

Nadie se debería llevar a engaño: en la medida que no se apueste por una profunda reforma fiscal que permita que el 10% más rico de nuestro país y las grandes corporaciones aporten más a las arcas públicas, todo deterioro de las bases recaudatorias del IRPF es financiada por los propios trabajadores y las rentas medias por las vías de menos gasto social y más imposición indirecta, en una suerte de  redistribución hacia arriba de la renta y el bienestar  o  redistribución al revés.

Por ejemplo, la reducción del déficit de 4,5 puntos porcentuales del PIB  al 3,1  se explica por una disminución de 1,2 pp del PIB del gasto público y 0,2 pp de mayores ingresos públicos. 

 Nos ayuda a entender lo anterior el hecho de que el gasto total de las administraciones públicas haya crecido en 2017 a una tasa del 1,1%,  en particular, el gasto de la Administración Central se redujo a una tasa del 0,7%, sin embargo, la economía creció nominalmente un 4%. Por cierto, con ese crecimiento  del gasto público no se puede decir que la política fiscal sea expansiva.

El ajuste en 2018 se volverá a producir por el lado del gasto y, en particular, por el lado del gasto social y productivo: estas tres variables volverán a crecer menos que el crecimiento nominal de la economía, que de media podría situarse, con bastante probabilidad,  en el 4,7%. Con ello,  las administraciones públicas invertirán 10.000 millones menos de lo debieran en políticas sociales y de modernización de la economía.  El 100% de la reducción del déficit será por la vía del gasto público. 

Por otro lado, en los PGE una de las partidas más importantes son las pensiones.  El Gobierno ha ido a rastras de las demandas sociales, por no hablar del espectáculo de la carrera de Cs y el PP de ir anunciado medidas electoralistas para  los pensionistas; pero, lo más relevante es que  el marco normativo impuesto por el Gobierno se mantiene, es decir,  el IRP y la reforma al completo del PP, marco por el que los pensionistas perderán a medio plazo entre un 30 y un 40% de poder adquisitivo, y un 11% acumulado hasta 2023, según la AIREF; por consiguiente,  la normativa por la que los pensionistas perderán poder adquisitivo de manera estructural permanece, por lo que las medidas propuestas en los PGE en materia de pensiones además de insuficientes, en muchas de ellas  son transitorias.

Otra de las grandes funciones de las finanzas públicas es contribuir a la modernización de la economía, y por ende a incrementar la productividad, cada vez más importante a tenor del envejecimiento de nuestra población. Desgraciadamente, el propio Gobierno reconoce que la productividad aparente del trabajo solo crecerá un 0,2% en 2018, con lo que las ganancias de competitividad de la economía  se producen, en gran parte, por la devaluación interna. Pero,  el tiempo para ganar productividad  se agota antes de que concluya la fase alcista del ciclo económico.


12 febrero 2018

Una nueva agenda progresista para España y para la Unión Europea

El Gobierno carece de una agenda reformista, de tal forma que la recuperación económica proviene, básicamente, de factores transitorios que están perdiendo fuerza a la hora de impulsar el crecimiento futuro de la economía española. De ahí que la convergencia al crecimiento potencial -situado muy por debajo del observado- sea más rápida en España que en la media de la Unión Europea. 

No parece que de manera sustantiva haya cambiado el viejo modelo de crecimiento de la economía española. Más bien la situación se ha agravado, al menos, por dos razones. La primera,  que después de la euforia del  “ladrillo” hemos percibido,  de manera estructural, que  el modelo  neoliberal   hace de la desigualdad y la precariedad laboral  el instrumento más importante para financiar la competitividad y el crecimiento. En segundo lugar, la situación se ha agravado porque en la crisis nos hemos percatado de que el diseño del área monetaria común es dolorosamente incompleto e imperfecto. 

Por tanto, la política económica se tiene que centrar en las palancas estructurales, o en grandes objetivos de país, es decir: la productividad, un empleo de calidad y bien remunerado que llegue a todos/as, y unas finanzas públicas que contribuyan a redistribuir eficazmente la renta y la riqueza.  

En cuanto a la productividad  de la economía española,  tanto  sus  niveles como sus tasas de crecimiento están muy lejos de los países más desarrollados de la Unión Europea y de Estados Unidos. En este sentido, la mejora del crecimiento potencial de la economía española en el medio plazo depende crucialmente de que se logre alcanzar un mayor dinamismo de la productividad, dado el efecto negativo que el envejecimiento progresivo de la población tiene sobre el PIB potencial. El Gobierno no tiene para esta legislatura una agenda de reformas, solo hay que examinar los proyectos de leyes que ha presentado en el Congreso en estos últimos años. 

El mercado de trabajo ha empeorado sus complicaciones estructurales del pasado. Al problema de temporalidad estructural y altas tasas de desempleo de larga duración, suma la reducción de los salarios de las rentas más bajas, que ha disparado el porcentaje de trabajadores pobres y la pérdida de peso de las rentas de los trabajadores en la renta nacional, como consecuencia, entre otras razones,  del desequilibrio en la negociación hacia los empresarios.  Es fundamental que el Gobierno refuerce la causalidad en la contratación y penalice y persiga la utilización indebida de la contratación temporal, y por supuesto, que se retome como meta el  equilibrio en las relaciones laborales. 

En el marco de una consolidación fiscal de medio plazo, el objetivo irrenunciable tiene que ser la reducción de la deuda pública como ancla, pero, se debe plantear una vía distinta de reducción del déficit público. Distinta a la planteada por el Gobierno, basada en dos elementos: de un lado,  una mayor calidad del gasto público, con lo que permitirá liberar recursos para implementar políticas públicas; y de otro lado,  una reforma fiscal que priorice la lucha contra el fraude y la elusión fiscal, así como, una cesta de impuestos, con un mayor peso de los impuestos sobre los beneficios de las grandes empresas y de la riqueza. Aspectos ambos que tienen que permitir un mayor Estado del bienestar, más necesario que nunca, ante el crecimiento de los perdedores producto de un nuevo estadio de la globalización, los cambios tecnológicos y creciente digitalización del aparato productivo. Además, las nuevas finanzas públicas deben abordar los retos derivados del impacto del envejecimiento de la población sobre las finanzas públicas y en particular sobre el sistema de pensiones.

Pero con lo anterior no es suficiente. A esos grandes objetivos para España deberíamos añadir, uno importante  nuestro papel y nuestra influencia en la Unión Europea, aún más, si tenemos en cuenta que en los próximos dieciocho meses se van a dilucidar cuestiones clave sobre el futuro de la Unión Económica y Monetaria. Efectivamente, la Comisión Europea presentó, el pasado 6 de diciembre, la “hoja de ruta” y un paquete de medidas concretas que se deberían tomar en los próximos dieciocho meses, con el objetivo de profundizar en la Unión Económica y Monetaria europea. Es un objetivo loable, pero insuficiente, puesto que se debe completar de manera óptima la zona monetaria del euro con una auténtica política fiscal. 

La amplitud de la crisis en la Unión Europea tiene su explicación en la ausencia de un modelo institucional óptimo para la zona euro, y en el triunfo del pensamiento más ortodoxo  que no se fía de compartir los riesgos de un tesoro único, y que exige el cumplimiento de unas reglas sin posibilidad de adaptar su aplicación en función del contexto. 

Se deben aprovechar estos años de recuperación macroeconómica para abordar un diseño institucional de la zona euro que permita en el menor tiempo posible, en primer lugar,  una política fiscal anti-cíclica, con unos estabilizadores automáticos que cumplen eficazmente su función de estabilización económica. Y en segundo lugar, un respaldo de último recurso para la unión bancaria, que incluya el seguro de depósitos. Y para ello, es necesario ampliar los objetivos del Fondo Monetario Europeo (FME).     

Hay una tercera pata que contribuiría a desarrollar una política fiscal que solvente los choques macroeconómicos asimétricos, y a financiar el pilar social y la reducción de las desigualdades: la política tributaria común -eficiente, justa y suficiente-. Esta política impositiva común se debe sustentar en tres cimientos: una mayor armonización de las bases imponibles, el establecimiento de impuestos sobre los patrimonios  y las transmisiones financieras,  además de la lucha contra el fraude, los paraísos fiscales y la elusión fiscal. 

Cuanto más tiempo se tarde en desarrollar  esta agenda reformista y progresista,  más tarde llegará la prosperidad a la mayoría de los españoles/as.